Hace una semana, estaba sentada alrededor de una mesa con un grupo de amigos y amigas activistas. Decidimos pasar el fin de semana juntas en la montaña, para poder tener tiempo de conocernos más, jugar y tener conversaciones que a veces son difíciles de tener.
Un tema que estaba rondando en la cabeza y los corazones de muchas de nosotras, era la tensión que se genera entre el deseo de vivir en la ciudad y el deseo de vivir en el campo. Así que nos tomamos el tiempo para poner en común nuestros sentires y nuestras experiencias. El punto de partida de la conversación era el deseo de jugar un papel activo en nuestra sociedad, para contribuir a una transformación hacia una cultura y una economía justa, solidaria e integrada en los ritmos y límites del ecosistema Tierra. ¿Desde dónde tiene más sentido jugar este papel? Nos preguntábamos. Aquí comparto las reflexiones que se han estimulado en mí a raíz de esta conversación. Entre placas tectónicas En el contexto actual, con la avalancha de crisis en múltiples niveles, hay una percepción de que, en algún momento, la vida en la ciudad será inviable. Es difícil imaginar cómo las ciudades reaccionarán a la crisis energética, a la crisis alimentaria que se perfila y a la crisis climática, con todo lo que esto implica. Siendo las ciudades organismos muy complejos, reorganizarse no parece algo muy fácil de llevar a cabo y menos en un plazo de tiempo muy breve. A la vez, la pandemia nos ha dado la oportunidad de ver qué tipo de iniciativas pueden surgir de las personas: grupos de apoyo muto y de cuidados que fueron capaces, en gran medida, de ofrecer respuesta a las necesidades básicas de una parte significativa de la población. Es reconfortante observar que, en muchas ocasiones, durante un cataclismo o una emergencia, la población es capaz de organizarse con rapidez alrededor de necesidades comunes, como tan bien explica Rebecca Solnit en su libro Un paraíso en el infierno. A la vez, la escasez de recursos naturales cómo el agua, el aire limpio, la madera para la calefacción y la falta de acceso a la tierra para la producción de alimentos, hacen de la ciudad un lugar muy vulnerable. Además, porque la distribución de estos recursos está actualmente en las manos de grandes empresas que, como todas empresas, tienen como objetivo fundamental el crecimiento de sus beneficios económicos y no la satisfacción de las necesidades básicas de las personas. A esto se suma que para muchas personas, vivir rodeadas de cemento y ruidos en una atmósfera altamente impersonal y frenética, no contribuye a su salud mental y emocional. Todo esto da pie a que se desarrolle un imaginario de vida rural como el refugio que puede proporcionar paz, resiliencia y comunidad. En casi todas las conversaciones que he tenido a lo largo de los años sobre este tema, ir a vivir en el campo se imagina en colectivo. Me parece natural, nuestros antepasados, que vivían en entornos rurales, no vivían solos, sino incrustados en una red de relaciones estrechas y estables. Hay algo en nuestra psique que pide volver a este tipo de situación. A la vez, nuestra psique parece estar dividida, balanceándose en la grieta que separa distintas placas tectónicas. Por un lado, estamos acostumbradas a la percepción de conexión y facilidad que la ciudad proporciona. Digo percepción porque en un análisis más riguroso de la situación, no estoy segura de que vivir en la ciudad nos permita tener más relaciones y con más facilidad. Solo piensa en cuando es la última vez que ha sido fácil quedar con tus amigos para pasar una tarde juntas. Piensa en cuantas nuevas relaciones de calidad has establecido en los últimos 6 meses. Pero ciertamente, la ciudad está ahí con las puertas abiertas, diciéndonos que, si en algún momento lo necesitamos, tiene todo lo que queremos para satisfacernos: personas, objetos, experiencias. La ciudad nos ofrece inmediatez y facilidad en muchas cosas: podemos encontrar comida en cada esquina, podemos satisfacer nuestra necesidad de diversión y estimulación. Tenemos acceso, aunque no lo llegamos a utilizar. Y por supuesto, muchas veces este acceso está mediado por el dinero. Desde el punto de vista del activismo, la ciudad es extremadamente estimulante. Podemos contactar con muchos grupos diferentes que están trabajando sobre una variedad de temas interesantes. Tenemos la sensación de fermento y actividad, de no estar solas con nuestras preocupaciones. También, ser activistas en la ciudad nos da la sensación de tener más impacto y de llegar a más gente. Por otro lado, está la sensación de desgaste, de que todo cuesta mucho, de que al final, las personas realmente activas en los movimientos sociales somos pocas, que todo va mucho más lento de los que nos gustaría, que por mucho que estemos activas, los problemas siguen haciéndose más grandes. Valoramos la facilidad, estimulación y conexión que la ciudad nos ofrece, a la vez anhelamos un ritmo más lento, unas relaciones más cercanas y el contacto con la naturaleza. Las placas tectónicas tiemblan y no sabemos por qué lado decantarnos. Hay pérdidas y ganancias en ambos, pero no es fácil valorar cuál de los lados es el mejor, en el balance total. A veces aparecen fantasmas en este tipo de reflexión, como por ejemplo la idea de que tenemos que salvar el mundo, salvar las muchas personas que viven en las ciudades, todavía inconscientes de la gravedad de la situación (a mí personalmente no me gusta admitirlo, pero creo que un poco de síndrome de Superman se me ha filtrado). También hay idea de que salir de la ciudad es egoísta, cobarde incluso. Que desde el campo no podremos incidir con la misma facilidad sobre las estructuras políticas y económicas que generan opresión. Como muchas veces sucede en esta cultura binaria, nuestra manera de pensar las cosas hace que parezcan contrapuestas e irreconciliables. O es una cosa o es la otra. O vivimos en la ciudad y lo damos todo por el cambio social o nos retiramos al campo y nos cerramos en una burbuja. O disfrutamos de todo lo que la ciudad ofrece hasta que se desmorone o renunciamos a esto para poder sobrevivir al colapso. En mi opinión, esta no es la manera más divertida de pensar en qué hacer con nuestras vidas. Pensar como un árbol No puedo ocultar que tengo una preferencia clara que me ha llevado a vivir toda mi vida adulta lejos de la ciudad, en la que me he criado. En los últimos años me he vuelto a acercar, aunque manteniendo una distancia prudente, movida por mi deseo de participar en espacios de activismo. La vida en el campo me ha ensañado a pensar de otra forma. El contacto constante con otros seres vivos y la presencia palpable de los varios ciclos que gobiernan la vida (las estaciones, los ciclos lunares, las cosechas, etc.) me han aportado la posibilidad de pensar de una manera cíclica y menos compartimentada. Así que mi manera de acercarme a esta reflexión parte desde la escucha de mi cuerpo. ¿En qué fase vital está mi organismo, cuáles son sus necesidades específicas en este momento? Percibir esto con claridad me ayuda a orientarme. Me ayuda a ubicarme en el territorio de mi vida. También me ayuda reconocer cuál es mi función en este momento y cuáles son las relaciones que me conectan a otros seres. En la naturaleza encontramos mucha inspiración para salir de lo binario y entrar en una complejidad rica en texturas y matices. Estar en la ciudad no es el opuesto de estar en el campo. Las raíces de un árbol no solo sacan nutrientes de la tierra, sino también los transmiten en la red de micelio. Las hojas reciben CO₂ y lo procesan para compartirlo con otros seres que se nutren de oxígeno. ¿Cómo sería transformar la manera de plantearnos las preguntas? En lugar de crear opuestos donde solo una opción es posible, ¿cómo sería pensar en términos de relaciones que se pueden establecer, de procesos que puedan transformar una cosa que ya no sirve en un contexto en algo que pueda servir en otro? En la naturaleza todo sirve. Una hoja cuando cae no deja de cumplir su función al servicio de la vida, sino que se adapta a una nueva función, incluso se despoja de su forma y estructura, convirtiéndose en suelo fértil. Una hoja no es hoja para toda la vida, pasa por diferentes ciclos hasta convertirse en algo completamente distinto. En la complejidad de la realidad actual, creo que nos puede ayudar pensar como árboles. La ciudad, o más bien las personas que la habitan, pueden cumplir una función muy necesaria en el entramado de la vida, generando conexiones, ideas, imaginarios, artefactos, experimentos, propuestas. El campo también cumple una función necesaria, ofreciendo tierra, literalmente, espacios para regenerarse, para poner en práctica, para aprender de lo no-humano, para redimensionar y gestar. La cuestión fundamental es ¿qué relación se establece entre estas realidades? Si escuchamos nuestros organismos, es muy probable que nos darán señales que nos ayudarán a ubicarnos en un espacio u otro, según las necesidades del ciclo vital en el que nos encontramos y las funciones que estamos desarrollando en servicio de la vida. Desde ahí, ¿cómo nos conectamos y alimentamos la relación con otros seres? Crear espacios de encuentro, de diálogo, de compartir, de crear juntas y apoyarnos mutuamente, ¿no será esta una manera más orgánica de encontrar nuestro camino? Si nos alejamos de los cálculos y especulaciones abstractas del intelecto y nos sintonizamos con la realidad del cuerpo, su deseo profundo, su llamado, tal vez podemos comprender cuál es el sentido, no de toda nuestra vida, sino de este momento en nuestra vida. Creo que esto nos facilita aceptar las inevitables limitaciones, dificultades e incoherencias que cualquier situación implica, y vivirlas desde un lugar más amplio, más paciente, más arraigado. Te invito a considerar las siguientes preguntas: ¿A quién o a qué estás ofreciendo alimento, sostén y refugio en este momento? ¿Qué recursos te permiten cumplir con esta función? ¿Quién/qué te alimenta, sostiene y ofrece refugio? ¿A qué seres debes reconocimiento y gratitud? ¿Sientes que se aproxima un cambio de estación en tu etapa vital o siente que estás en el pleno de una estación, desarrollando todavía algo importante? ¿Hay necesidades tuyas que llevan tiempo sin poderse cumplir y esto ya te empieza a pesar? ¿Qué relaciones podrías establecer con otros seres para poder cubrir estas necesidades? ¿Cuál es el territorio en el que sientes que tu cuerpo pertenece? ¿Qué semillas están durmiendo en la tierra de tu vida? ¿Qué ritmo pide tu organismo en este momento de tu vida? ¿Hay algo que necesitas aprender, desarrollar o soltar para poder avanzar en tu camino? ¿Qué red de apoyo te puede sostener en todo esto? Espero que te des todo el tiempo que necesitas para contestarte y para observar que se despierta en ti a raíz de las respuestas. Puedes acompañar la lectura de este artículo con el pódcast donde conversamos con Carlos Herrero, músico del grupo tradicional y experimental El Naan, sobre ruralidad, tradición, activismo y muchas más cosas. Tabién puedes dejar tu propia reflexión aquí abajo o entrar en el grupo de Telegram donde comaprtimos reflexiones y experiencias en comunidad.
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